¡Ilusos, utopistas!, esto es lo menos que se nos dice, y este ha sido el grito de los conservadores de todos los tiempos contra los que tratan de poner el pie fuera del cerco que aprisiona al ganado humano.
¡Ilusos, utopistas!, nos gritan, y cuando saben que en nuestras reivindicaciones se cuenta la toma de posesión de la tierra para entregársela al pueblo, los gritos son más agudos y los insultos más fuertes: ¡ladrones, asesinos, malvados, traidores!, nos dicen.
Y sin embargo, es a los ilusos y a los utopistas de todos los tiempos a quienes debe su progreso la humanidad. Lo que se llama civilización, ¿qué es si no el resultado de los esfuerzos de los utopistas? Los soñadores, los poetas, los ilusos, los utopistas tan despreciados de las personas serias, tan perseguidos por el paternalismo, de los Gobiernos: ahorcados aquí, fusilados allá; quemados, atormentados, aprisionados, descuartizados en todas las épocas y en todos los países, han sido, no obstante, los propulsores de todo movimiento de avance, los videntes que han señalado a las masas ciegas, derroteros luminosos que conducen a cimas gloriosas.
Habría que renunciar a todo progreso; sería mejor renunciar a toda esperanza de justicia y de grandeza en la humanidad si siquiera en el espacio de un siglo dejase de contar la familia humana entre sus miembros con algunos ilusos, utopistas y soñadores. Que recorran esas personas serias la lista de los hombres muertos que admiran. ¿Qué fueron si no soñadores? ¿Por qué se les admira, si no porque fueron ilusos? ¿Qué es lo que rodea de gloria, si no su carácter de utopista?
De esa especie tan despreciada de seres humanos surgió Sócrates, despreciado por las personas serias y sensatas de su época y admirado por los mismos que entonces le habían abierto la boca para hacerle tragar ellos mismos la cicuta. ¿Cristo? Si hubieran vivido en aquella época los señores sensatos y serios de hoy, ellos habrían juzgado, sentenciado y aun clavado en el madero infamante al gran utopista, ante cuya imagen se persignan y humillan.
No ha habido revolucionario, en el sentido social de la palabra; no ha habido reformador que no haya sido atacado por las clases dirigentes de su época como utopista, soñador e iluso.
¡Utopía, ilusión, sueños...! ¡Cuánta poesía, cuánto progreso, cuánta belleza y, sin embargo, cuánto se os desprecia!
En medio de la trivialidad ambiente, el utopista sueña con una humanidad más justa, sana, más bella, más sabia, más feliz, y mientras exterioriza sus sueños, la envidia palidece, el puñal busca su espalda; el esbirro espía, el carcelero coge las llaves y el tirano firma la sentencia de muerte. De ese modo la humanidad ha mutilado, en todos los tiempos, sus mejores miembros.
¡Adelante! El insulto, el presidio y la amenaza de muerte no pueden impedir que el utopista sueñe...
(De Regeneración, 12 de noviembre de 1910).