En filosofía las palabras suelen tomarse con alfileres. Si el pensamiento quiere ser traslúcido ante cualquier fuente de luz buscando atravesarlo, las palabras que utiliza deben primeramente hacerse transparentes. Para lograr un discurso demoledor capaz de cimbrar los cimientos de las cosas, es necesario un trabajo previo, consistente en reunir las palabras al uso, limpiar sus múltiples patas de insecto, y dejarlas bellamente colocadas en la vitrina del entomólogo que somos durante el trabajo previo a querer hacer uso de ellas.
Pero las palabras no son solamente esa colección taxonómica de partes bien dispuestas, petrificadas, resistiendo al tiempo en la caja en que las guardamos para contemplar por las noches su belleza. Está la vida que adquieren, el uso con el cual se desgajan de las ataduras que les hemos impuesto, para recuperar el movimiento en que cobran sentido. Su camino obedece a un impulso, su movimiento es el del habla que las vivifica.
Pensemos ahora en este doble trabajo necesario para el pensamiento. Por un lado está la recopilación y clarificación de las palabras-concepto; por otro, la reivindicación del lenguaje hablado, nutrido, en movimiento.
La vida de las palabras es el trayecto por el cual logran encarnarse, fundirse con el hablante en una comunión diurna; en la plaza pública, en el salón de clases, en la habitación donde otro escucha y asume, ahí las palabras adquieren dimensión de titanes, de dioses, de puentes indispensables por los que el individuo deja de ser un punto aislado en el espacio, y se eleva ante otros, como centro. El que se hace escuchar domina, impone su ley. Le basta abrir la caja de insectos petrificados, comerse uno, soltar un meticuloso: “ontología”, un airado “producto interno bruto”, un resuelto y dulce “anti-capitalismo”, o inclusive un sencillo "porque lo digo yo" y los otros cederán un poco de sí, asumiéndose tocados por el dedo del Dios, o alejándose autónomos en un silencio hipócrita. Los mejor librados permanecerán indiferentes, ocupados en actividades más útiles para la satisfacción de sus necesidades inmediatas.
Quizás el problema esté en el doble trabajo, que desde la academia consideramos indispensable si es que nos valoramos como hombres de letras, con opiniones de total pertinencia erudita. Es seguro que antes de ser entomólogos somos hablantes. Pero incluso antes de hablantes somos escuchantes. Nacemos sin lenguaje, y sólo después de escuchar con atención absoluta a nuestros mayores, logramos aprehender las palabras, hacerlas nuestras, tomarlas como objetos de uso personal con los cuales nos identificamos ante los otros.
Pensemos ahora: La palabra se escucha, la palabra se aprende, la palabra nos llega desde fuera, desde los otros, desde lo otro. Enseñémonos primero a escuchar, en silencio, absorbiendo el discurso, dejándonos penetrar por su cadencia, dejándonos conmover en lo profundo por su presencia (sin oponer resistencia, no importa cuánto nos repulse o nos desagrade, dejémoslo entrar). Entonces oponernos o no a él, no será un acto de lucha externa, sino una confrontación interna, con uno mismo.
Después habrá momento de hablar, de confrontar, de debatir, de dar cátedra. Si para entonces todos nos hemos enseñado a escuchar (ese escuchar honesto, profundo), habrá camino recorrido con una palabra realmente viva, recobrada en su dignidad.